Cuando los ingleses llegaron a colonizar lo que hoy es Estados Unidos, a los nativos norteamericanos les pareció muy extraño que se quisieran apropiar de pedazos de tierra. “Es tierra, ¿cómo puede ser de alguien?”, decían, pues les parecía absurdo el concepto de propiedad privada.

Hoy, algunos cientos de años después de la colonización de América, encontramos grandes aprendizajes en la sabiduría indígena. Si lo pensamos un poco, entendemos que al no pretender ser dueños de la tierra, ellos podían andar por donde quisieran. Eran los respetuosos dueños de todo al ser dueños de nada. 

Los que vivimos en el mundo occidental, somos los descendientes culturales de aquellos colonizadores y creemos que nos podemos apropiar de cosas que en realidad no deberían de ser nuestras.  

Nos conviene comprender que ‘mi empleado, mi cliente, mi empresa, mi idea, y mi know-how’ son nociones que estorban, y que si nos apegamos a lo que creemos propio, limitamos nuestra capacidad de hacer equipo.

Para lograr una colaboración de manera efectiva es necesario vivir la paradoja del desapego: dejar la propiedad de las cosas nos brinda nuevas posibilidades. 

Los indígenas vivían conectados entre ellos y con la tierra; vivían el respeto a todas las creaturas y agradecían la oportunidad de aprovechar, con responsabilidad, los recursos de la naturaleza. Entendían que eran parte de un ecosistema.

Hoy, aunque las cosas han cambiado, el mundo se está ‘orientalizando’: las industrias se unen, las disciplinas se vuelven holísticas, las organizaciones se hacen planas, los países se descentralizan, los roles se amplían y surgen economías compartidas. 

Por eso, en la creciente complejidad de nuestros tiempos, resulta muy sabio volver a lo simple.